jueves, 17 de abril de 2008

Adios


Centinela de una calle que, aunque suena desabrigada, huérfana y sola dos veces, en ella se toma el sol sin que moleste el viento. Celadora de mis celos, veladora de mis vuelos, avizora de mis vicios, la Torre de los Perdigones desaparece de mi plató porque me voy del suyo. Y debo despedirme de ella. La atalaya que me ha mirado durante casi cuatro años se convierte en lo que nunca dejó de ser, en ese depósito donde podré buscar mis balas perdidas. Triste por lo que significa dejar de verla, me alegra decirles adiós: a ella y a esos perdigones que me alcanzaron en un torpe fuego cruzado del que, con heridas superficiales, dolores profundos y rehabilitación constante, tanto he aprendido.

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