jueves, 10 de junio de 2010
Sobre habitar el número nueve
(Estoy hasta arriba en el curro y no me puedo parar a pensarte gráficamente, pero no me he olvidado, Vampiro)
miércoles, 2 de junio de 2010
Mensajes de esperanza ferroviarios
A veces una busca lo que esa una también llama “los mensajes de la esperanza”. No son himnos católicos e impresos o proclamas revolucionarias en forma de cartel que te recuerdan al gran Klucis, no. Se trata, simple y llanamente, de pequeños estímulos significantes que te pueden hacer respirar -y vivir- mejor cuando a veces falta el aire.
No estoy hablando de interpretaciones místicas, filosóficas o crematísticas y, por tanto, erráticas o faltas de perspectiva. Frecuentemente y por desgracia, por mucho que los persigas, a veces estos mensajes no existen; y mucho menos lo hacen cuando la una de la que escribo se encuentra en el vagón de un tren en el que, mira tú por dónde, el aire acondicionado no funciona correctamente, las estadísticas demográficas están jugando a la comba -¡en un vagón de 36 plazas hay tres vástagos con sus llantos menores de 18 meses- y el espacio en el que supuestamente te has subido para llegar a Sevilla, simplemente, no avanza.
Entonces los buscas. Emprendes un escarnio espaciotemporal digno del belga Poirot y que persigue el pequeñamente grande “mensaje de la esperanza” porque, para aquellos que hemos descubierto el vicio de encontrar la felicidad en lo cercano, puede haber muchos.
Que el servicio muestre la luz verde de la libertad, por ejemplo (¿tengo que pedir perdón por usar una imagen que convierte en maravillosamente hiperbólica la frase “el baño está libre”?). Que un voz en off de acento neutro (recuérdenla, la han escuchado mil veces) proclame por los cascados altavoces “en este tren hay máquinas expendedoras de bebidas”. Y, sobretodo, que leas en pixeladas luces rojas -y a medio camino entre la carnicería del centro comercial y el neón cuasiburdelístico- que el próximo destino coincide con el tuyo.
Sin embargo, y desgraciadamente, los que he venido a llamar “mensajes de la esperanza” en un tren no existen. Y, claro, si lo hacen, no les hagan caso. Está claro y todos los sabemos: nos guste o no, mientras escribo esto, el servicio está libre (recuerden la luz verde de la libertad) porque emana cierto hedor que impide acercarse a él a menos de seis metros; la bebida más adictiva que “dispensa la máquina de este tren” es algo llamado Sunny Delight; y que, la una que empezó, continuó y terminará escribiendo esto, está parada haciéndole fotos al paisaje, a una construcción extraña que tiene a su derecha y a la puta madre del letrero horario y carnicero para saber que le faltan dos horas y media para llegar a su casa.
martes, 11 de mayo de 2010
Sobre hijos, árboles y libros
Sin embargo lo del árbol lo veo mucho más difícil. Entre otras cosas, porque no tenemos dónde plantar uno y porque, además, hacerlo implicaría abocar al pobre vegetal a una muerte segura. Heredó de su madre la capacidad de sanar a muchos seres, pero no precisamente a los que tienen la costumbre de hacer la fotosíntesis.
La cosa es que ayer presentó su primer libro y no pude estar con ella. Decir que mi corazón sí que lo hizo me parece, además de cursi, una mentira de tamaño catedral –soy pragmática, empírica y material y no creo en transmigraciones emocionales–. Tampoco puedo decir que es lo que más deseaba en el mundo porque todavía esta mañana tenía la sensación de haber podido intentar otras tretas laborales e imaginativas que hubieran resultado más productivas.
En cualquier caso, he vuelto a releer uno de los gérmenes de “La estrella invitada” –Maribel, Lolo y algún portátil que le regalaron hace años son algunos de los otros– y me he vuelo a emocionar (hija puta, qué bien escribes) con su capacidad para transformar una experiencia cercana a la muerte en un puñado de besos o hacer que el 27 se convirtiera en mi número favorito. Y tanto entonces (cuando los leí por primera vez o vi su nombre estampado en las pruebas de impresión) como ahora siento una irrefrenable fuerza que me empuja a decir Choni, te quiero y estoy orgullosa de ti.
martes, 27 de abril de 2010
Haiku de ida y vuelta
Un poco ebrio
ligero el paso
bajo el viento de primavera
Haiku de Ryôkan que, según cuenta Henri Brunel, nunca se puede leer "sin una estupefacción de dicha". A ver si la sienten...
viernes, 24 de julio de 2009
Números
Últimamente ando obsesionada con los números y, temerosa de caer en la vorágine capitalista que me rodea –trabajo en el epicentro del consumismo hispalense–, he optado por atribuirles otras funciones menos económicas y más placenteras. Supongo que lo he heredado de mi madre, que sueña con los números desde siempre. Ella se levanta cualquier día con una cifra en la cabeza y entonces comienza el espectáculo. Que si París, el piojo, la niña bonita, el toro, el muerto… hay todo un repertorio digno del tarot más excéntrico y barroco. Después – no se sabe muy bien si por teorías pitagóricas, cábalas nigrománcicas o porque, simplemente, el número no le gusta lo suficiente– mi madre le cambia el orden y si soñó –o creyó hacerlo– con el 74, se lanza intrépida a la búsqueda del lotero que “tiene el 47”.
Yo no sueño con números y, si sueño, no me acuerdo. No me importa, no me gustan, nunca me han gustado. Quizás por eso me cuesta entender mi recién adquirida afición a jugar con ellos, darles forma, buscarles el color y olerlos despacito, como si fueran a despertarse si los respiro de cerca. Cuando llega un guarismo a mi cabeza, el doce, por ejemplo, le busco un mensaje no culturizado, un significado, mi significado. Y lo multiplico, lo sumo, lo elevo al cubo o lo resto para que él, que también sufre las maldades hormonales del reloj biológico, pueda preñarse de otros números y terminar pariendo el 288. Bonito, ¿verdad? Me parece extraño porque, siendo redondo como lo es, si lo abrazo mucho puedo hincarme alguna de sus aristas que, mira tú por dónde, resultan ser flexibles.
En este tiempo le he cogido cariño. Por raro, por duro o por flexible, pero me he encariñado con él. Supongo que me da pena que vaya cambiando, que pronto ya no sea el 288 y pase a ser el 287, que también es bonito pero no es lo mismo. De todas formas, él se transformará igualmente y vendrá el 286, el 285, el 284… hasta llegar al 24. Número mágico el 24 que tal y como llega, de manera instantánea, casi metamórfica, se hace 1.
Y entonces podré escribirlo aunque para ello no teclee una sola cifra: “me queda un día para irme de vacaciones”.
El vídeo para el Chapa porque esta canción, según el detective, es digna de él.
martes, 23 de junio de 2009
11
Me encanta el 11 porque no termina, porque sabes que después vienen los otros. Porque no hubo 11 hombres que siguieran a un barbudo, ni tampoco 11 tribus. Porque no aparece en toda la simbología cristiana. Además, el 11 evoca la ceguera y es el número de dioptrías que pronto tendré.